Una de las peores situaciones posibles para una mujer es la de verse obligada a 'guardar ausencia' de un novio. Y en esas me vi allá por el 78. La recuerdo como un tiempo de Ramadán vital. El entorno también respetaba la ausencia del novio por lo que muy pocas propuestas de diversión podía esperar. Las iniciativas propias también tenían que ser controladas no fuese que alguna no se interpretase correctamente y diese lugar a celos o a motivos de repudio. En mi familia anteriormente hubo casos de novias fieles que guardaron ausencias y, claro está, tanto mis tías como mi madre periódicamente me las nombraban y narraban sus alegres sacrificios entre bodoques y vainicas dobles.
Creo recordar que lo llevé mal, sobre todo porque me di cuenta de que solamente deseaba el fin de mi Ramadán para finalizar el bloqueo al que estaba sometida y no porque echase realmente en falta algo de aquél chico; bueno, exceptuando los paseos en la Sanglas 400.
Pues, además de ocupar el tiempo en preparar oposiciones al Ayuntamiento de Cádiz, las de Factores de la Renfe, las del antiguo Instituto Nacional de Previsión y unas a una cosa que ni me acuerdo y en tanto que salían los resultados de las oposiciones de Bazán de las 3 categorías a las que me presenté, al tiempo que cuidaba por las
mañanas a la hija de mi prima y de hacer visitas periódicas y de rigor a mis futuros suegros y finalmente exsuegros, y de pasear por la playa en invierno, pues, aún así, me sobraba algo de tiempo que no podía utilizarlo en casa que en aquélla época no era un lugar de refugio precisamente. Así que, no sé cómo terminé acudiendo a la Iglesia de La Divina Pastora, al final de la calle Sagasta casi en el Campo del Sur. Era una ocasión para dar una última oportunidad a mi supuesta fe religiosa por la que tanto trabajaron las hermanas Carmelitas durante once años (lástima de dinero que se gastó mi madre).
La Iglesia de la Divina Pastora estaba lo suficientemente alejada de mi casa como para ser un paseo agradable acudir a ella. Su reducido tamaño la hacía muy acogedora a la vez que la disposición de los muebles. Allí daban la última misa del día, con lo que el paseo de vuelta a casa era más gratificante aún por la excasez de gente en la calle. Además, el párroco era 'un cura obrero'.
Antes de conocer la existencia del cura obrero conocí la de la monja secular obrera. Se trataba de la Hermana Pilar, carmelita que me dió química en el bachillerato. Un buen día entró en clase sin el hábito. Llevaba una camisa blanca y una falda gris tableada con imperdible en el lado izquierdo. El pelo, evidentemente, corto. Nos contó que ahora era una monja seglar que sin abandonar la congregación se iba a vivir al Barrio de Santa María, a un 'partidito' y que además daría clases en el Instituto para cubrir sus necesidades fuera de la economía de la congregación. Aquello nos dejó boquiabiertas. Siempre fue una monja de las más progres pero aquello que nos contaba parecía como imposible. No conocíamos hasta entonces otro modelo más que el de la monja-monja.
Volviendo al cura-obrero de La Pastora, aquél hombre tenía algo. Algo que no había notado jamás en ningún otro cura y no es que me codease con muchos pero, al menos, una vez por semana había que ver a uno. Esos pasaban sin pena ni gloria pero este de La Pastora tenía su aquél. No recuerdo su cara, sí sus movimientos cortos, cuerpo enjuto, voz clara, excento de homilías.
En el entorno familiar alguna vez alguien comentaba que el cura de La Pastora trabajaba en 'El Dique'. Aquéllo sonaba con tono despectivo, poco fiable y desconcertante. ¿Qué hacía un cura trabajando en el astillero?. Claro, para ese entorno familiar la labor de un cura estaba totalmente definida dentro de su parroquia, cada mochuelo... a su olivo y el de La Pastora andaba suelto.
Una vez en Madrid, supe del cura Llanos que más que un cura-obrero era el cura-de-Vallecas como si en Vallecas no hubiese más curas pero ese era más cura que ningún otro. En los tiempos en los que El Pozo era un pozo ese hombre tenía muy claro qué era lo que había que hacer. Al cura Llanos le tenían como al cura-rojo que, manteniendo un pié dentro de la Parroquia trabajó por la integración de los desheredados. No había que irse muy lejos para encontrarlos.
Luego conocí a un cura-compañero. Ingresó en la empresa tras una selección de personal para auxiliares administrativos. Casado, tres hijos, ex-emigrante en Bélgica, licenciado en Filosofía (además de Teología), militante del PC, afiliado a CC.OO., edad avanzada no cuantificable, idiomas habituales fluidos además de ruso y alemán y con tufo a cura que nunca reconoció. Pues bien, este cura-compañero
dio el gran impulso para crear la sección sindical de CC.OO. en las oficinas centrales cosa impensable hasta esas fechas además teniendo en cuenta lo fuerte que en esos momentos estaba la oficina de personal con un fichaje importante y de peso llamado Galindo.
Y, de vuelta a Cádiz, la ciudad de mis fantasmas, lejos de La Pastora, en El Dique, una mañana en la que vinieron a saludarme y acogerme los sindicalistas, uno de ellos se presentó el último
- 'Yo soy un cura obrero'
- Anda, no serás el cura de La Pastora? -solté sin pensar y sin fijarme que este hombre no componía los pocos recuerdos que me venían en forma de sensaciones de aquéllos días del 78.
- No, yo no soy ese cura -reía codeándose con otro- siempre nos confunden.
- Bueno, ya sabes donde nos tienes para lo que necesites, compañera.
- Lo mismo os digo -creo que se desconcertaron.
Durante estos dos años y medio, he visto al cura-sindicalista en varias ocasiones, siempre colocado el último del grupo del que siempre formaba parte. Nunca le vi solo, siempre se mostraba como si fuese la bala en la recámara del grupo. Como de 'sobrero'. Amenazante. De reserva. Sin perder una laboral sonrisa sindical. Siempre vestido con el mono, el casco en alguna parte, bien bajo el sobaco, bien en la mano, nunca en la cabeza pero con el casco. No le faltaba un detalle obrero. Lo tenía todo, sus botas, su grasa, su moreno, todo. Su presencia al fondo de una tarima en una asamblea lo decía todo. Su mirada también. Era como una mascota o un pendón, sí, un pendón. Un pendón de más de 52 años, vaya por Dios! así que se convirtió en un cura-ERE dentro de un expediente que lo sacó de El Dique.
Hace unos días ví aparecer a algunos del grupo que me vinieron a dar la bienvenida aquél día, entre ellos iba el cura-ERE. Estaban casi irreconocibles, el plan les había sentado bien. Venían descansados, peinados, con pantalones y camisas en lugar del mono, sus chamarretas guapas; les faltaba el casco, se debían sentir raros de no llevarlos después de tantos años. En lugar del casco, el cura-ERE llevaba un portatil. Lo portaba sin gracia, le sentaba como a un cura dos pistolas, jeje. Eso sí, iba el último del grupo, ahora como atropellándose. Manda narices ahí va el último cura-obrero, pensé; sonreí, meneé involunariamente la cabeza de lado a lado y seguí trabajando.
Creo que este cura ha pasado a una nueva vida laboral. La del sindicalista absolutamente liberado, cura-'freelance' móvil y portatil en mano consagrado full-time a CC.OO. Eso está bien, hay que tener fe.
Cuánta razón tenía mi primo cuando me decía 'Marga, qué dificil es esto de ser de izquierdas cuando se tiene la barriga llena, qué mérito tenemos!!'.
Marga.
lunes, 16 de mayo de 2005
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